
Tenía 18 años cuando a un selecto grupo de jueces se les ocurrió la fantástica idea de seleccionar un manuscrito mío para ser publicado en un libro. Yo no sabía lo que era todo eso, y a decir verdad, había pocas cosas que me tomaba en serio.
Al poco tiempo, un escritor chihuahuense me citó en un reconocido restaurante del Centro Histórico, para “afinar asuntos finales del libro”. Llegué a las once de la mañana y pedí una cerveza, él me miró sin sorprenderse. Todos los poetas de 18 años son iguales.
En el antiguo Mesón de Catedral se congregaban todos esos especímenes de la vida política y empresarial de medio pelo. Asesores de diputados, asistentes del secretario particular de algún Terrazas. Emprendedores que, ebrios por el furor de las aplicaciones, se dejaban emborrachar aún más por despiadados cazaidiotas, que los dejarían en la ruina al poco tiempo. Y también editores y poetas de 18 años que apenas y sabían lo que significa ese concepto de “reunión de trabajo”.
Fuera de eso, el Mesón de Catedral no era otra cosa que una barra con desayunitos de moda (en ese entonces, el “brunch” era tan lejano como la llegada de Corral al poder, por ejemplo) y los comensales iniciaban el día bebiendo etiqueta roja y café americano de percolador. En fin, el Mesón de Catedral era una extensión pura y dura de una de las muchas cosas que significa ser chihuahuense.
Mi libro se publicó y esa reunión, más allá de hacerme ver que no sirvo para las reuniones de trabajo, me hizo darme cuenta que no importa demasiado el lugar donde comas, mientras te publiquen un libro. Aquel editor, pocos años después, se convirtió en mi profesor de la universidad, y a pesar de tener una buena relación, ni él ni yo recordamos con efusividad esa mañana en el Mesón de Catedral. Mejor así.
Pero ahora lo recuerdo, porque luego de haber publicado otros dos libros más (sin reuniones de trabajo de por medio, pero sí muchas comidas) me enteré que ese restaurante con terraza en un segundo piso, al lado de la Catedral de Chihuahua, lo maneja ahora ese tipo serio al que le servía café cuando trabajaba en Kaldi. Siempre me cayó bien. Se llama César y cuando César no trabajaba en el restaurante que estaba sobre Kaldi, lo veía andar en ropa de civil, sobre el Paseo Victoria, con su hija sobre sus hombros.
Y alguna vez me dijo que abriría un restaurante y alguna otra vez me dijeron que el restaurante estaba muy bueno. Luego, como siempre, algunas personas se encogieron de hombros o hicieron alguna mueca, porque si algo aprendí durante años de escribir poesía, hablar con editores y convivir con gente cuya creatividad es su herramienta de trabajo, es que es más fácil usar la indiferencia como insulto, que la opinión directa. Igual pasa con los cocineros: todos son psicópatas inadaptados al fin de cuentas. Todos están llenos de miedo. Quizá por eso me llevo tan bien con unos y con otros.
Entonces se supone que tendría una reunión de trabajo. Ya no con un editor, quizá con algo peor. Y pensé en ese Mesón de Catedral donde Ramón Olvera felicitó mi libro y yo lo miraba, encogiéndome de hombros, bebiendo una Carta Blanca tibia a los 18 años. Porque en ese entonces, el encorgerse de hombros era una forma de decir “gracias”, o quizá una manera de decir “no entiendo absolutamente nada”.
Propuse Cardenche para hospedar nuestra reunión de trabajo. Cardenche, el restaurante de César Holguín, ese callado cocinero que me saludaba siempre con cariño, a pesar de tener ambos una relación sólo mantenida por el café que le servía en Kaldi. Mi interlocutor dijo que sí, y ahora yo, diez años después de esa reunión que tuve en el ya finado Mesón de Catedral, volvía al mismo lugar, ahora con otro nombre. Todos tenemos ya otro nombre.

Cuando subía por el elevador, mi reunión de trabajo me canceló, alegando esos pretextos que dan los borrachos o los adúlteros. Me molesté. Si hay algo peor que trabajar con psicópatas es trabajar con gente que no valora el tiempo ajeno. No tengo problema con comer solo. Tenía hambre. Mi química cerebral estaba bien. No podía salir nada mal, y nada salió mal.
César me recibió como si el último café que le serví hace cinco años se lo hubiera servido hace unas horas. Salí a la terraza a disfrutar de la vista: la plaza de armas trasquilada, con apenas un puñado de árboles. El horroroso edificio del Congreso, que parece haber salido de la imaginación de un monstruoso niño extraterrestre al que le dan una caja de legos. Y la catedral, que día a día parece derrumbarse, no por el peso de su insignificancia moral, sino por el horrible entorno urbanístico que un puñado de empresarios quieren darle al Centro Histórico.
Por dentro, Cardenche sufre lo que cualquier restaurante –abierto días antes de una catástrofe global– sufriría. La suspensión de todo avance se refleja en los cuadros, las mesas, el alcoholímetro portatil que te recibe (o te despide) en la puerta. La barra, como la de un hotel que en un momento fue lujoso, presume algunas botellas emocionantes, como un Frangelico por el cual, conozco más de cinco personas, lo darían todo. Las televisiones apagadas. La música recorriendo cada rincón como una corriente de aire ni frío ni caliente. Pero al ver todo eso, sentí más la sensación de reanudación que de estancamiento. Y César me lo hizo saber al contarme sus planes y sus ideas. Quise decirle “hay gente a la que le importa eso” pero casi no lo conozco, y por un momento volví a ser ese niño idiota de 18 años que fue al Mesón de Catedral a hablar con su editor. Sólo le dije que sí con la cabeza. Pero es verdad, a mí no me importa: puedo comer sentado en una cubeta de pintura volteada, con el plato desechable sobre mi regazo, espantando moscas. Tolero la incomodidad porque siempre he vivido en la incomodidad de mi cuerpo y mi mente, y si alguien se esforzó por cocinar algo delicioso, me da absolutamente lo mismo comerlo en el más feo de los lugares.
Y César cocinó algo que fue delicioso.

Camarones en salsa de chile morita. Muchos, muchos camarones. La salsa, cremosa, densa, llena de ajo y los mismos jugos de los camarones. El cilantro funcionaba como parte del plato, no como una mancha de verde que le da equilibrio visual a un plato que no necesita verse bien para tener validez.
Una ensalada de tomates, requesón, queso panela y ostiones. Una cantidad irreverente de aceite de oliva, como no puede ser de otra manera. Una ensalada como no he probado otra en mucho tiempo, y esto no sólo es mérito de César y su cocina, es también mérito –tristemente– de esta tradición insanamente cárnica de la cocina chihuahuense. Si a la semana no escucho tres o más chistes malos sobre alguien comiendo ensalada, entonces en cualquier momento un agujero negro se abrirá al significar eso un desequilibrio de la realidad. Vale mucho más una ensalada bien ejecutada que lanzar un trozo de carne al fuego y girarlo cada determinado tiempo. Pero supongo que esto importa poco, ya que la tradición cárnica de Chihuahua responde a esa rara significación de ser hombre en esta ciudad donde quizá, sólo quizá, hay demasiados hombres y pocas, muy pocas ensaladas buenas.

No tuve una reunión de trabajo que, como casi todas, hubiera sido intrascendente. Así lo fue ese primer libro que publiqué a los 18 y así fue, estoy seguro, el antiguo Mesón de Catedral. Cardenche es, por su lado, un restaurante que sigue delineando su contorno en una ciudad que apenas está entendiendo que vivimos una crisis económica, social, política y sanitaria que lo cambiará todo. Aún no sabe lo que es ni lo que puede llegar a ser, y eso no tiene nada de malo. Muchos nos esforzamos por ser poetas a los 18 años, otros, por tener restaurantes que giren a la perfección sobre una idea tan idiota como inamovible. Otros, los más, ni siquiera piensan en ser algo, sólo existen como el monje ebrio que se remoja las nalgas en el río de la vida. César Holguín y la gente de Cardenche quieren algo, y tienen absolutamente todas las herramientas para poder conseguirlo.

Victoria 200. Centro Histórico
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