
Por: Raúl Aníbal Sánchez | @raulanibalsanc1
Admitámoslo, Chihuahua a veces puede ser muy aburrido. El spleen llegó a esta ciudad para quedarse y pienso que Baudelaire se hubiera vuelto loco después de una semana de intentar sobrevivir esa sensación de desasosiego que ataca a todo chihuahuense a las 5 de la tarde. Spleen es un nombre muy poético, ambiguo, indeterminado. Los naturales de estas tierras, mujeres y hombres curtidos por el sol, le tienen un nombre a esa sensación con una exactitud apabullante, casi científica: “la hora pendeja”.
Sirva la introducción para decir que bebemos. En el norte bebemos mucho porque no hay nada que hacer y porque el desasosiego es una especie de constante. Alguna vez escuché otra frase casi científica en una cantina: “es la hora de matar la rata”. ¿Cuál rata?, pregunté. “La rata en mi cabeza que no para de dar vueltas”.
Mi adolescencia y mi adultez está ahora plagada de cantinas, y por si fuera poco, la gente alrededor de mí, bebe. Sobre toda mi infancia y todas mis cuitas adolescentes se erigen cantinas, cantinas feas que uno mira al pasar, como los monolitos de un culto antiguo, tal vez demasiado atractivo para este cristiano recién llegado a la isla. Alguna vez Daniel Saldaña Paris, un poeta chilango advenedizo y, que quede claro, muy simpático, escribió estos versos satíricos quejándose de los poetas nacionales, cuya última virtud es, por lo menos, ser reales (los versos, no los poetas):
Desde el norte erizado de cantinas
hasta el sur –todo mangos– que describen.
Así que ahí están las cantinas feas, esas que viste de niñito y que ahora, casi a tu alcance, se presentan frente a tu mirada. Con alguna conciencia de lo antes expuesto he pensado: “voy a meterme a todas esas pinches cantinas que miro al pasar”. Pero, ¿cómo juzgarlas? Siempre rumbo a casa de mi abuela, bajando del Vivebus hacía casa de mi madre, caminando hacia un Oxxo oscuro por cigarros o por las palomitas de maíz de medianoche, siempre están esas cantinas al paso. No he podido idear ninguna escala más que la subjetividad y aunque le he dado vueltas y vueltas a cómo confeccionar una especie de cuestionario de cantinas fácilmente reproducible para uso de los lectores, la idea sólo me ha distraído de escribir este artículo, el cual prometí hace semanas. El editor de Paladario llama amenazando todos los días y he comenzado a preocuparme porque sus amenazas, así como su lenguaje, están alcanzando alturas y refinamiento propias de un verdugo de la dinastía Ming.
Así que en una afán lejano a cualquier ciencia social de resultados cuantificables, muy independiente de cualquier pretensión de objetividad, y sobre todo, muy acorde a las verijas de flaneur situacionista de quien suscribe, les presento la “Guía definitiva de todas esas pinches cantinas que miras al pasar”, primera parte.
Rulis Bar (calle 21ª, 4004)
Cuando era un preadolescente solía escaparme de la escuela para ir a leer historietas a la la librería La prensa y, si era posible, robármelas. Tiempo después supe que esas librerías pertenecían al exgobernador Patricio Martínez y cualquier resquicio de culpa por esas prácticas fue apagado en mi interior por mi anarquismo incipiente. Al pasar siempre miraba el Rulis y por razón obvia esta cantinucha iba a llamar mi atención durante mucho tiempo. No sólo lleva mi nombre, sino que lo despliega en un hermoso letrero de neón que debió costar mucho dinero en su momento y que hace años nadie enciende. Si algo tienen en común los tugurios que reseñaré, es esa esa actitud de aristocracia en decadencia, la sensación algo molesta de que estos lugares debieron conocer tiempos mejores y que alguna vez fueron orgullo de sus dueños.
¿En qué podemos notar esa antigua gloria, ese lustre empañado? He aprendido con el tiempo a identificar esas señales melancólicas para distinguir qué es un comercio en decadencia de lo que nunca tuvo mayores intenciones que las de ser un lupanar. Además del letrero de neón con reminiscencias tipográficas de pub irlandés, el Rulis ostenta el rótulo de TVideo en un desplante publicitario que ahora parece innecesario, pero que ha decidido mantener por costumbre. No se dejen engañar por mi nostalgia, al momento de acercarme, casi antes de entrar, noté que el olor a orines llegaba hasta la calle. He planeado con el tiempo fundar una ONG que regale mopas, trapeadores y cubetas a este tipos de establecimientos, de manera que no se vean obligados por la desidia a utilizar el mismo instrumental con el que lavan el baño para limpiar el resto del local. Los letreros que anuncian la botana inexistente, otro signo de tiempos mejores, también son una constante en estos demacrados lugares.
Hace años que las cantinas como el Rulis sólo se pueden permitir el lujo de ofrecer una chuleta del cero pellejuda muy de vez en cuando los domingos. La maderería es de lujo y completamente desperdiciada y rótulos coloridos anunciando tragos que ya no están en las posibilidades de las meseras adornan los espejos. Es la clase de lugar que me gusta, me digo, pero los mosquitos que inundan el local y que parecen ignorar a los parroquianos (mas no a mi) me hacen espantar todo ese romanticismo con fastidio. Apenas si puedo identificar a los clientes, parte importante del alma de una cantina, y el color local se diluye en el malestar general del desaseo. Salgo de ahí confundido, molesto por la desazón.
Pros: Decoración viejuna y melancólica, maderería impecable, precios módicos.
Contras: El peligro de contraer malaria, el olor a enfermedad y la gris pastosidad de sus parroquianos.
Bar del Chino (Coronado y Tercera)
El bar del Chino es un capricho extraño. El local parece asentarse en lo que antiguamente fue otro bar y el premiso que exhibe data de épocas precolombinas. La reglamentación en Chihuahua respecto a la venta de vinos y licores es más bien confusa, parece basarse en pactos antiguos con deidades primordiales y políticos y empresarios han sabido medrar con sus escaseces. Hay algo muy turbio en la ciudad de Chihuahua, aparte del constante matrimonio entre primos de apellido Payán (y si tuviéramos mar pensaría en Innsmouth).
Como sea, el Chino no es viejo, sólo el local es viejo. Como el cementerio de mascotas, parece que ahí mismo antes los indios Chikapewa escondieron sus centros de poder. El bar del Chino por el contrario ostenta una decoración tan reciente como los juegos mecánicos de cualquier feria de pueblo: murales de Michael Jackson, Shakira y Cristiano Ronaldo, conviven alegremente con Pitbull y John Lennon. Tal vez por encontrarse relativamente cerca de la calle Morelos los precios aquí son un poco más elevados. Los parroquianos son más alegres que en el Rulis, y son justo lo que se esperaba de un lugar llamado el Chino. Viejos botijones sombrerudos, familias acholadas y meseras de mediana edad y buen corazón. Como va siendo la constante, la botana no es más que un recuerdo en la pared.
Pros: Murales horrorosos de artistas dosmileros
Contras: El precio elevado de un lugar nada especial.
El sol (20 de noviembre y Cuarta)
El sol siempre ha tenido algo llamativo. En una esquina tan peculiar, tengo más de 25 años pasando por sus puertas sin nunca atreverme a entrar. Siempre de paso a casa de mi abuela, hace poco decidí romper la maldición. Enclavado en un edificio que parece a punto de venirse abajo, El sol por el contrario se ve firme y rojo como una iglesia románica con sus cimientos encalados y su logotipo de Tecate siempre repintado y desafiando al tiempo. La botana es, por supuesto, una memoria dorada solo mantenido por el letrero que se ha vuelto familiar, sin embargo he notado que los sábados sacan un sucio asador a asar costillas bajo el smog de la transitada 20 de noviembre. Anoto en mi libreta regresar ese día.
El sol es, hasta ahora, la mejor cantinucha de estas indagaciones. Un sólo pasillo alrededor de la barra, un protector de yeso en la pared y una maderería rústica. Una solo mesera displicente basta para atender todo el lugar y los clientes son la clase de hombres que al entrar por la puerta se gritan entre sí: “¡oh, mi tremendísimo licenciado!”, con el aire de quien ha gritado eso innumerables veces y le ha perdido todo el sentido a las palabras. El baño, (algo que no he mencionado en anteriores porque resalta la obviedad de sus defectos y me parece de mal gusto), es una experiencia estética en El sol. Pero eso tienes que descubrirlo por ti mismo, querido lector.
Pros: Pintoresco, bello, agradable y cómodo.
Contras: La mesera no sabe o dice no saber la contraseña del internet. Hay cierta hostilidad a las novedades.
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Y hasta ahora estas dispersas notas es lo mucho que se ha permitido mi hígado. Espero que el editor se encuentre satisfecho, ya seguiré contribuyendo con calma, a fin de cuentas en Chihuahua hay más cantinas que niños felices. Los lectores de Paladario podrán mandar sus contribuciones para lo cual les dejo aquí las únicas reglas que he seguido:
- Consumir dos cervezas y un tequila por lo menos en cada lugar para saber si es o no verdaderamente agradable o deleznable.
- Escoger aquellos lugares que se cruzan al paso, no los que la corriente de opinión esnob ha enaltecido secretamente en cafés de literatos y reuniones de artistas plásticos.
- Preferir, ante todo, la belleza vieja a la inmundicia descarada.
- Escuchar a los clientes, su vida secreta, sus pequeñas ambiciones, su perfidia y heroísmo.
- Respetar al servicio.
- Brindar por mí cuando se acuerden.
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