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Macuilli. Cocina poblana, pulcra y diáfana

Por: Paladario | @elpaladario

Existe una palabra muy usada por poetas malos, por arquitectos más o menos lúcidos y por diseñadores de interiores. Esa palabra es diáfano. Nos gusta esa palabra, se siente rica en la boca, y en la mente crea una imagen que es cómoda e inspira paz. Diáfano es aquello que deja pasar luz casi en su totalidad.

Estuvimos cerca del origen de Macuilli. Muy cerca. El origen de este bello restaurante ubicado en el Centro Histórico de Chihuahua estuvo también en muchas fiestas, en muchos eventos, en muchas conversaciones. Mercedes Macuitl, propietaria y jefa de cocina en Macuilli ha deleitado los paladares de sus amigos durante años, ya sea en una parrilla con carne asada o con un cazo enorme en donde nadan tuétanos y granos de maíz. Mercedes, lo sabíamos mucho, muchos, desde hace mucho tiempo, sabe cocinar.

Esquites con tuétano.

Luego ocurrió. Macuilli es una realidad. Significa el número cinco en mexica y, por supuesto, es un homenaje no sólo al apellido de Mercedes, sino a todas las tradiciones gastronómicas que tiene, vive y disfruta nuestro país. “Macuilli quiere ser un puente entre la cocina del altiplano y la comida chihuahuense” nos contó alguna vez Mercedes, quizá mientras asaba ribeyes o nos servía un humeante vaso de elotes con tuétano. Y ahora que Macuilli es una realidad, podemos decir que es más que eso: Macuilli es un espejo donde cada comensal puede acceder a su propia mirada; a su íntimo pero siempre poderoso historial de sensaciones, sabores y sentimientos, que luego, impactados frente a un platillo típico de Puebla o Tlaxcala, cobran un sentido absolutamente diferente.

Macuilli es diáfano en todo sentido. Alguna vez, una conocida nuestra, diseñadora de interiores, explicó su profesión como “el arte de la administración de objetos, colores y formas en función a la luz y el espacio”. Y a pesar de que en Macuilli no existe –todavía, quizá– un diseño de interiores trabajadísimo como los que ya podemos encontrar en cualquier plaza comercial chihuahuense, sí tiene un cuidado humano en los detalles que te dan la bienvenida al subir ese segundo piso. La luz, sobre todo, tiene un papel crucial. Dos enormes ventanales dejan ver el corazón más humano del Centro Histórico; una terraza lo suficientemente grande como para alojar a diez personas es bendecida con las sombras de los árboles que, hasta la fecha, siguen refrescando las calles del corazón de Chihuahua. Las mesas, de una madera clara y casi cruda, reciben al sol como lo harían en cualquier casa de una abuela, de una madre, de una tía. Y es que Macuilli es así desde su menú, ilustrado y diseñado con la siempre rica sensibilidad de Joaquín Nava. Macuilli es como el abrazo de una mujer sabia, y para no caer en el palabrerío fácil, Macuilli es, también, la casa del amigo que te recibe para beber, comer y reír.

Fachada de Macuilli.

Diáfana es también su carta, que es como nos gusta: concisa, tirando a lo breve, que amenaza en cambiar significativamente cada tanto. Mercedes supo construir una oferta gastronómica que sí, nos hace vislumbrar la comida del altiplano, en específico el llamado altiplano neovolcánico, que abarca parte del Estado de México, Puebla, Tlaxcala y otra parte de Veracruz. ¿Cuáles son las diferencias con lo nuestro? Mientras la cocina chihuahuense es reconocida por sus putrefacciones controladas, sus sabores amargos y profundos y, en general, su contundencia, el altiplano neovolcánico es, por decirlo de una manera ambigua pero realista, compleja. Mercedes supo construir una carta donde su protagónico absoluto, el mole poblano, no roba luz al molote (o como ella lo llama, de forma coqueta y hasta retadora “burrito chihuahuense”). El molote es una masa de maíz frita y rellena de cualquier gloria, y con “cualquier” no somos gratuitos: desde chapulines hasta requesón, incluso mole. Ese contraste, que bien podría ser detonador de muchas muecas, funciona de manera extraordinaria.

Mientras la cocina chihuahuense es reconocida por sus putrefacciones controladas, sus sabores amargos y profundos y, en general, su contundencia, el altiplano neovolcánico es, por decirlo de una manera ambigua pero realista, compleja.

Otra luminaria: el taco placero. Y decimos luminaria refiriendo, también, el hecho de que es un platillo diáfano. Da luz a una cocina y a una región como lo es chihuahua: ensombrecida por las boneless y las bolas de arroz. El taco placero, eso sí, peca de provocador para la ingenuidad de, precisamente, los paladares acostumbrados a la mala fritura profunda y los rellenos innecesarios. Una tortilla de un extraordinario maíz, pollo a la plancha, tiras de jalapeño crudo y un guacamole hecho a la perfección, y eso es decir mucho. El guacamole, al ser una salsa que hecha a mano exige exactitud y prudencia, en Macuilli resulta reconfortante. La combinación de texturas: lo jugoso del pollo, la resistencia del jalapeño crudo, el envoltorio justo y preciso del guacamole, resulta un bocado perfecto, todo envuelto en una tortilla que, repetimos sin miedo a ser exagerados, es extraordinaria.

Taco placero.

Todo este bocado, el del taco placero, resulta desconcertante. Descoloca. Pero al final el sistema límbico, ese que neurológicamente nos sigue afirmando como animales que responden sin recato a los impulsos, gana. La combinación de texturas hace del taco placero una experiencia que reformula lo que significa un taco, experiencia que, muchas veces, queda ahogada por experiencias tan limitadas como lo pueden ser la pobre oferta de tacos que tenemos en la ciudad.

Pero necesitamos, o mejor dicho, estamos obligados a volver al mole. Macuilli lo elabora con producto traído directamente desde Puebla. Un aproximado de veinte ingredientes –que igual y pueden ser más– se amalgaman en una salsa que en cada rincón de México es diferente; en cada interpretación de nuestra cocina es algo distinto. El de Macuilli es, reiteramos, diáfano. Comer un buen mole, uno verdadero, significa un reto para aquellos que fuimos criados por la mano aburrida de Doña María. Mercedes Macuitl, y con todo el trabajo que esto significa, se preocupa por dar cada día un mole que no juega con la bella tropicalización en la que cae, quizá, Enrique Olvera. No cae en la pereza de decenas de restaurantes también chihuahuenses que, con mucho descaro, venden moles que afirman ser tradicionales y que, en la práctica, son tomaduras de pelo. Su mole, en su preciosa simplicidad, resguarda una exactitud que sólo las manos de una abuela, las manos de una madre, las manos de una hija, las manos de una amiga pueden retratar.

Mole poblano, arroz y tamal de anís.

Hace un par de semanas Macuilli empezó a dar comidas corridas. Su menú de tal oferta, como no puede ser de otra manera, cambia cada semana. La apuesta por el producto de proximidad y el producto de temporada nos emociona, y es que ella sabe la importancia de mantener una relación estrecha con quien arranca de la tierra lo que nos meteremos a la boca. Entiende la importancia del maíz, ese cereal que se encaja hondo en lo que significamos como civilización, pero que acá en el norte entendemos con torpeza e ingenuidad, y por lo tanto, poco podemos valorar. Mercedes y Macuilli entienden la importancia de respetar los ciclos temporales de cada producto, porque también entiende que tú y yo, comensales, merecemos un platillo hecho con lo mejor de lo mejor. Es por eso que cada semana sabemos que en esa cocina, la de Macuilli, hay algo más que simple preparación técnica (la cual, en este restaurante, basta y sobra); hay algo más que un sencillo proceso de comprar y preparar. No. Macuilli entiende que el hermoso ritual de cocinar empieza desde muy temprano por la mañana, desde días antes, mirando el calendario y conociendo la tierra.

No esperemos ir a Macuilli con la idea masoquista de salir por la puerta con el corazón palpitando en la garganta, o con el estómago hinchado de grasas y sólidos indisolubles, con los triglicéridos haciendo un rave en nuestras venas. Así como debemos comer, sano y rico, así cocinan. Y no es que sean comidas frugales. Es que Mercedes en su entendimiento humilde pero poderoso de lo que significa sentarse a comer, entiende cómo debe ser una comida: saciante sin ser asqueante; deliciosa sin ser empalagosa; pulcra y diáfana sin ser inaccesible.

Chile en nogada. Disponible por temporada.

Este hermoso restaurante tiene apenas un par de meses, y por supuesto, hay cosas que pueden mejorar. Sus tostadas de champiñones y pata resultan para nosotros, de pronto, inentendibles en ejecución y poco accesibles en degustación. Y es que hay que ser habilidoso con los hongos para que sean protagonistas; y es que hay que ser técnico para convertir grasa y cartílago en algo apetecible. No es que Macuilli no sea habilidoso ni técnico: ya quisiéramos que muchos restaurantes de gama alta en Chihuahua tuvieran las capacidades de la cocina de este restaurante. Más bien creemos que, en la manipulación de ingredientes tan básicos como un hongo o una pata de res, es necesario entender hacia dónde va dirigida la capacidad de asombrar. Cosa que Macuilli tiene, y que estamos seguros, en estos dos platillos, sabrán satisfacer.

En una ciudad cada vez más llenas de plazas comerciales con comida facilona y, encima, cara, Macuilli alza una mano fuerte y hermosa. Una mano que puede ofrecer una comida compleja sin ser soberbia; liviana sin ser frugal; exótica sin ser incomprensible. Sus fallos los tiene, pero son los mismos fallos de una madre ocupada o de un amigo que quizá recibió muchos invitados sin prevenirlo. Lo entendemos y lo aplaudimos. Macuilli, estamos seguros, será un referente dentro de toda esa enorme gama de posibilidades que esta ciudad tiene para ofrecer dentro de los restaurantes de esta ciudad. Y lo aplaudimos con entusiasmo, sin dudas. Con amor.

Macuilli

Calle Cuarta #803.

Segundo piso.

Centro Histórico

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