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Los pollos, o el indisoluble éxito de la indiferencia

Por: Paladario | @elpaladario

Un recuerdo siempre miente. Un recuerdo siempre es el recordatorio de que quizá sí existe un Dios que se preocupa por nosotros. La memoria, en su infinita arrogancia, se pone siempre por encima de las cosas que creemos, que nos hacen felices, y en ese despótico acto de superioridad, nos cuida, nos protege, nos hace sentir que después de todo estar vivo es algo bueno. Y sí, es algo bueno.

Muchxs de nosotrxs recordamos Los pollos con un cariño extraño, diferente. Será por su inmobiliario intocable por el paso del tiempo; por su fantasmal ubicación en una de las calles más representativas del centro histórico; por su sabor, que supera cualquier indicador de calidad al mantener, por más de medio pinche siglo, un sabor que nos rememora cuando éramos niñxs, o cuando íbamos a la preparatoria, o cuando en el primer empleo luego de la universidad nos refugiábamos en su techo a comer algo que se hizo con un amor que quizá no recibíamos en otro lugar. Chihuahua es difícil, es complicado. Vivir aquí representa lo más temible del conformismo y lo más hipócrita que hay en el deseo de superación, ese mito que esconde el complejo aspiracional de cualquier ciudad que crece de las maneras incorrectas. Vivir aquí es encantador, porque hay cosas que sobreviven, cosas que nos sobreviven. Desde lo más vil hasta lo más bello, pero siempre estremecedor: los atardeceres de verano, la nieve de enero, la abnegación y bondad de la gente, la inteligencia y creatividad de su clase media, la siempre inamovible nostalgia que sólo puede causar una ciudad que se afinca entre un desierto, un bosque y una estepa. Y entre esas huellas digitales que sólo un Dios raro puede dejar en lo que toca, hay cosas infinitas. Ls Pollos son una de ellas.

Y es que así, desde un nombre que sale desde una despreocupación milenaria que se desentiende de conceptos como branding, naming, o brain storming, Los pollos representa la despreocupada permanencia de lo que es bueno, de lo que hace bien, de lo que hace feliz. A su alrededor, en el Centro Histórico de una Chihuahua cada vez más contradictoria, Los pollos permanece incauto de cocineros con licenciatura, de foodies que han viajado por el mundo, de entusiastas de frivolidades, de páginas de Internet que hablan sobre restaurantes. Por más de medio siglo este restaurante cuyo concepto de cafetería estadounidense ha hecho las cosas bien, tan bien que permanece inamovible como un dolmen que despierta fascinación entre los más espabilados, curiosidad entre los que quieren conocer a Dios, y algo de miedo entre los filisteos.

No conocemos al dueño pero lo hemos visto en la mesa inmediata a la puerta de entrada. Un hombre ya mayor, que siempre usa tirantes; con pinta de sabio y charlatán, es decir, de santo. Él mismo hace el libro de contabilidad, él mismo, con su mirada, supervisa el estado de los guisos tras los hombros de esa decena de mujeres que trabajan en su restaurante, todas siempre diferentes, siempre sonrientes, siempre dando la impresión que tienen siglos trabajando frente a un fogón. No conocemos, tampoco, la historia del restaurante; no sabemos si su atmósfera de museo en decadencia es intencional, o bien, un esfuerzo melancólico e ingenuo, de esos que nos hacen pensar en esa frase que taladra las mentes de los modernitos y da sosiego a los abuelos: “todo tiempo por pasado fue mejor”. Quizá, en Los pollos es así. Y si es así, está bien.

Se presentan al mundo como una rosticería, pero a nosotros nos parece más una mezcla mutante y bastarda entre un diner estadounidense, una cocina económica mexicana y una rosticería. El resultado es algo inentendible y bello. El resultado es Los pollos, con sus ocho o nueve guisos inamovibles entre los cuales recordamos con un amor casi sensual a su cocido ranchero, su mole, su costilla en salsa verde, y sus mollejas. Sus malditas mollejas de pollo. Ponle un plato de mollejas a cualquier “entusiasta” de la comida que se crió bajo el engaño de la cocina molecular, las esferificaciones, las espumas y las reducciones: fruncirán el ceño, sonreirán como niño regañado y negarán con la cabeza. El músculo donde el ave tritura el alimento es retador, pero luego de abrazar su fealdad, puede convertir a cualquier pagano. Incluso su arroz, sus frijoles, su puré de papa o todas esas guarniciones que podemos llegar a desdeñar con una indiferencia atroz, en Los pollos resultan inimaginablemente buenos, ¿por qué? No sabemos, no queremos saberlo.

Hay cosas que no queremos saber, por ejemplo, el por qué de un recuerdo. Llegan en formas impredecibles y nos vulneran: esa es la mejor parte. Frente a una memoria somos lo que hemos perdido. No conocemos a una sola persona que no tenga un recuerdo de Los pollos. Absolutamente ninguna. Incluso aquellos que no han comido ahí: “ah, es la rosticería naranja que está al lado del Pizza del Rey de la Aldama”. Sí, un templo que sigue intacto justo en seguida de las ruinas de esa pizzería que sobrevivió con ahínco frente a la llegada de las cadenas estadounidenses, pero luego, por desidia, irresponsabilidad y poco interés, cayó. Pero Los pollos siguen ahí, indisolubles al tiempo. Llegarán cocineros llenos del mundo y sus misterios; llenos del conocimiento que otorga el ir más allá, y por encima de ellos, habrá lugares como Los pollos, y eso está muy bien.

Los pollos.

Aldama 701. Centro Histórico.

Lunes a domingo.

9:30 A.M. – 5:30 P.M.

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