
Por: Carlos Macedo | @CarlosMacedoComunica
El sumiller sacó su celular. Encendió la lámpara integrada y con la luz atacó a la copa llena de vino, al tiempo que la inclinaba un poco. Así fue como proyectó sobre la mesa un halo de luz roja y purpúrea. “Es un truquito para ver más fácilmente las tonalidades”, dijo sonriente. Este fue uno de varios hacks que anoté en mi mente para hacerle al catador en algún futuro en donde no haya presencia de un profesional. Ya compartiremos otros trucos prácticos en los siguientes párrafos.
Este que nos hace el favor de revelar algunos secretos de su honrosa profesión, va por las mesas bajo el nombre de Sergio Pegueros. En realidad, está a un par de meses y otro par de botellas de conseguir su título oficial certificado por la Escuela Española de Sommeliers. Pero no temas, amable lector, que ya es casi pura cuestión de tener el papel. Su sapiencia en materia de vinos, maridajes y otras útiles habilidades del sabor, está calada por años de concienzudo y riguroso estudio tanto teórico como práctico.

Pero me adelanto. Este no es el inicio. ¿Cómo empezar este texto de sobremesa? En aquella tarde juarense de alrededor de cuarenta grados centígrados, decidí empezar con una cerveza. Una stout sinaloense con cierto saborcillo a café, que tanto el mesero como yo acordamos dejar espumar mientras llegaba el amigo Pegueros.
Minutos después llegó el dichoso sensei de la degustación. La cara y cabeza encendidas por el calor y el sol. El tórax enfundado en una camisa azul, todo ello libre de tastevin, lo noté de inmediato. Colgado al hombro, una bolsa sencilla con un precioso contenido: la botella de vino que designó para esta ocasión. Se la entregó al mesero para ponerla a temperatura ideal y, para esperarla, pidió también una cerveza: una IPA, misma casa de la stout que ya me acompañaba. Pero, pequeña gran diferencia, no dejó que le llenaran la copa hasta arriba. Me sorprendí y pregunté el motivo de su actuar. “Quiero atacarle la nariz”, respondió con tono coloquial. Y en efecto, acto seguido, su nariz atravesaba la frontera superior de aquella copa. Buscaba los aromas y matices y hasta que su expresión facial se relajó en una mueca de aprobación. Separó la bebida de su rostro para dejar verter el resto y proseguir con la espuma.

Todos hemos visto cómo los expertos someten su copa a este examen a la hora de catar. Después viene el meneo a contraluz y algún comentario sofisticado sobre las cualidades del vino. ¿Qué cualidades? Pues, por ejemplo, hay que fijarse en qué tanto tarda en escurrirse por las paredes de la copa y si lo hace en una película más o menos gruesa, para determinar su cuerpo. “Lágrimas” o “piernas”, llamó Pegueros a estos caminillos de fermentada solución. “Le cuelgan chido las patas; tiene cuerpo de gordibuena”, dijo mi versión vulgar. “Este tiene lágrimas tan tiernas como sólidas; es un cuerpo robusto pero delicado”, dijo en voz alta mi versión presuntuosa. Y aquí el sumiller dejó otra gran enseñanza: a un vino no lo juzgas, a un vino lo describes.
¿Y qué describes? Pues sus cualidades. Si quieres ser tan exhaustivo como Víctor Hugo al hablar de las alcantarillas de París durante un capítulo entero de Los miserables, encontrarás suficientes clasificaciones. Pero para integrar un manual de “prueba de vinos para dummies”, podemos contentarnos con tres categorías básicas: la frutalidad, la astringencia y la permanencia. Anótalas, para que la siguiente vez que pruebes un vino y quieras apantallar, adoptes un tono de voz pomposo y digas algo así como “tonalidad en morados de Barney, con lágrimas gruesas como la tristeza de Keanu Reeves. Toques de frutos ácidos y una astringencia como de afeitada invernal. El sabor no tiene mucha permanencia: es fugaz como la fama en tiempos de la Internet”.
Obviamente, estos procesos ya no los realizábamos con cerveza, sino con el vino seleccionado y, ahora sí, servido en su justa temperatura. No perderemos caracteres en la tostada de ceviche de camarón, ni en los tacos de nopal con chicharrón de queso, ni en el corte porterhouse. Hoy escribimos de aquella botella viajera, de un vino petite sirah, reserva privada de L.A. Cetto, cosecha del 2014. Tiempo de barrica: 12 meses.

Aquí es donde se empezó a complicar mi intento de hacer una guía práctica para la cata de vino. La vida no es simple; el vino tampoco, y por eso justamente es tan rico. No se puede reducir a unas fórmulas, reglas y cuadros de comparación, según aprendí en mi opípara jornada. En esta ocasión, ni yo ni el otro invitado en la mesa, el renombrado artista visual Diego Diego, pedimos los ya descritos alimentos. Dejamos al sumiller hacer su trabajo de maridaje, tratando, repito, de exprimir información a esa vid bien dispuesta. Le pregunté si el tiempo de barrica afecta en su decisión para el matrimonio feliz entre tal vino y tal corte de carne. Y sí, aquí salió otro hack que puedes apuntar, buen lector: mientras más graso es tu alimento, te conviene buscar más tiempo de barrica. Dirían Newton y sus amigos: el tiempo de barrica deberá ser directamente proporcional a la grasita. Aplaudí en mi interior por tener otro escalón, y pregunté entonces ¿cuánto es mucho o poco tiempo de barrica? Depende. ¿De qué? De la uva. Del año. De la región. Del tipo de barrica…
Sin acabar de resolver la duda de adecuada temporalidad de la barrica, ataca de nuevo mi voraz curiosidad. ¿Cómo va uno a saber cuál fue un buen año? También depende de la región de procedencia de la uva. No desfallezcas ante este camino en círculos, tierno y curioso corazón, que aún en medio de este laberinto informativo logramos sacarle otro tip práctico a este sacerdote del sabor. Existen algunas guías en la Internet. Puedes entrar, por ejemplo, a la Guía Peñin si tu vino es español. También, y ya por mi cuenta, encontré un sitio con las añadas.

“Bueno” –me dije–, “por lo menos hay una certeza para aferrarnos en la vida. Que la carne roja va con vino tinto y las carnes blancas con vino blanco”, pero entonces mi sentido de seguridad tembló, cuando regresó a mi memoria aquella otra plática con otro sumiller: Homero Martínez. En aquella ocasión, sentados frente a frente y tristemente sin copas en las manos, me dijo que esa acepción ya está superada y convertida en mito. Puedes encontrar vinos blancos excelentes para acompañar tal o cual carne roja. ¿De qué depende? De tu gusto. De tu habilidad para mezclar sabores que a veces pueden ser complementarios en armonía, o deliciosamente contrastantes. Las reglas las escupimos como un chardonnay envenenado. Ni siquiera debe hacer escala por el tastevin. Esto es el caos, la rebeldía del paladar, la revolución de los sentidos por sobre las cortesías. Maldita sea.
Homero también me explicó otras funciones del sumiller. Y entre paréntesis, notarás que he estado usando esa palabra. Esto es porque es el vocablo aceptado y original de nuestro idioma. Dejen eso de sommelier para los más afrancesados, como el barbarismo que es. Decía que esta figura no es solo un consejero de la botella indicada. De hecho, más allá de concentrarse solo en el vino, su conocimiento deben extenderse a todos los sabores, tanto de los líquidos como sólidos, para poder servir la combinación perfecta.
El vino es el emblema, claro. La columna vertebral. Pero los hay también expertos en café, en infusiones, en tequilas o sotoles… usted dígalo. Tienen, entonces, lo que yo bauticé como una “memoria sabórica” extensa como la biblioteca más grande del mundo. Es vital poder recordar y recrear sensitivamente a qué sabe tal tipo de carne, vegetal u hongo, cocinados de tal o cual manera, con tal o cual estilo de salsa, para encontrar su pareja líquida ideal. Pierdo el equilibrio de solo de pensar en la cantidad de fichas técnicas de bibliotecología para organizar esta información y empezar a hacer los cruces del data.

Otra función de esta noble profesión es la de establecer y definir la carta de vinos de un restaurante. Y aquí otra gran polémica. ¿El menú define a la carta de vinos o es a la inversa? Es una lucha de poderes entre el chef y el sumiller. No obtendremos respuestas aquí. Así que vámonos de largo a otra más de las funciones: organizar catas. Dar a otros la experiencia multisensorial de un festín de bocados y bebidas, aderezados con el contexto social e histórico que definen tanto a los platos como al contenido de las copas.
Dichosas labores todas ellas. Lejos están los días en que el sumiller se dedicaba a probar los alimentos del rey para verificar que no estuvieran envenenados. Tal vez por eso el uso del tastevin ya no sea tan popular entre este gremio, por lo menos en el continente americano. Dije anteriormente que Pegueros llegó sin el mencionado artículo, que según los puristas, debería llevar colgado al cuello. También Homero se presentó a nuestra charla sin el medallón, insignia de su especie. Dije medallón, pero es más bien una concha metálica, generalmente de plata o cobre, que se usaba para que el experto tomara una muestra del vino. Entre otras funciones, la coloración sobre el metal podría mostrar la presencia de algún veneno. Hoy en día, preferimos preservar el buen sabor del vino. Nos arriesgamos al envenenamiento con tal de evitar la contaminación metálica al purpúreo elíxir. Comer y beber son, lo había dicho antes, vocaciones para los valientes.
Por lo pronto, el mercado no está para nada saturado. En Ciudad Juárez trabaja Homero Martínez, hasta ahora en la soledad de un apostolado en medio del desierto. Pero vienen más, porque junto con el muy generoso Pegueros se van a graduar entre veinte y treinta nuevos sumillieres. En cuanto al gremio en la capital, mis dos fuentes informativas mencionadas en este mismo párrafo me remiten a la misma Mónica Pinoncely, de Casa Pinesque. No tengo el gusto de conocerle. Sí he probado sus vinos. Los fronterizos colegas se deshicieron en halagos y reconocimiento para sus bastos conocimientos. Al parecer, párele de contar. Pero el dato no está confirmado.
Observado por una calavera pintada en la pared de aquel restaurante, Sergio tomó un sorbo del petite sirah para hacer buches en la boca. ¿Qué logras con semejante grosería? Me explica que hay vinos que desatan reacción en las papilas gustativas de la parte de atrás de la lengua. Otros estimulan la puntita. De la lengua. Un buen vino, redondo, te activa todas las regiones, despertando sensaciones hasta en el paladar, encías y demás. De nuevo regresa a su cara el gesto de aprobación y lo cataloga como un buen vino, redondo.
Al parecer, el 2014 fue buen año. Y esta es la parte en donde derribamos otro mito. Mientras más viejo el vino, mejor. Nada más alejado de la realidad, pues hay vinos que envejecen con clase y mejoran con los años; pero no todos. Hay vinos que encuentran su plenitud desde jóvenes, y dejarlos esperar sería estropearlos. Supongo que tendremos que buscar vinos en la “chavoruquez” si queremos un equilibrio. Pero ya ni siquiera me atrevo a preguntar de cuántos años se es joven o viejo cuando uno es un cabernet.
Pero este que hoy nos entretiene no es un cabernet. Es un petite sirah, y eso tiene su importancia. Tanto Sergio como Homero sacaron a relucir el tema, cada uno por su lado. Sirah es el tipo de vino más antiguo. Los primeros vestigios antropológicos de vino, los primeros residuos encontrados y analizados resultaron ser de este tinto. Dicen que es el vino que bebía el patriarca Noé. Ve tu a saber si sería bueno el vino que probó. Yo lo dudo, porque también me explicaron que la uva tiene que sufrir para dar buen vino. Sufrir significa someterse al clima extremo, calor o frío. En medio del diluvio universal, no veo las condiciones para un buen vino. No así en nuestra región. Chihuahua, Delicias, Cuauhtémoc y otras partes ya están alimentando viñedos. En Ciudad Juárez solía haber viñedos hace mucho, justo en la llamada curva de San Lorenzo, ahí donde la Tecnológico se convierte en Paseo Triunfo de la República. Fue el algodón el que vino a quitarle esta árida cuna al vino local. El oro blanco nos privó de una tradición vinícola de más tiempo. En fin.
Y ahora, vamos a ver cómo hacerle para cerrar este texto. Tratar de cerrar una botella de vino resulta antinatural. La botella se abre para ser vaciada en su totalidad. Pero el texto es distinto y hay que cerrarlo al fin. El vino nos alcanzó para los tres tiempos de la comida y hasta para cerrar con un pastel. Pegueros señala que, para la elección de la botella, consideró una versatilidad adecuada a los cuatro tiempos. Fue una premeditación muy bien lograda. Otra cerveza para la calor. Un café por si las dudas y salimos de regreso a los cuarenta grados. Tendremos que sobrevivir en este desierto, pero por lo menos vamos con un excelente sabor de boca, porque este vino era redondo y tenía muy buena permanencia. Una experiencia deliciosa, y no lo duden ni tantito, porque ya reza el dicho: “in vino, veritas”.
Deja un comentario