
Por: Guso Macedo Pérez | @gusoescribe
Antes que nada, quiero justificar ante los lectores y la junta editorial de Paladario el traer acá un tema que parecería más adecuado para que lo abordara Martha Debayle en Bbmundo. No es mi intención sofocar la vocación de sibarismo contemporáneo que se celebra en Paladario, sino simplemente visibilizar el hecho de que los padres también queremos comer rico y que esto no siempre es tan sencillo. Solventado este asunto, me permito comenzar.
He sido padre dos veces y tengo tres hijos. Cuando mi primera hija se acercaba a la secundaria, mi esposa y yo vivimos con entusiasmo una nueva posibilidad: la libertad de salir a comer y cenar cuantas veces quisiéramos. Las visitas a restaurantes dejaron de ser estos complicados eventos que requerían días de planeación y negociaciones con abuelos o niñeras. Con la secundaria de Natalia llegamos felizmente a un punto en el que decíamos “Hay que ir a cenar a tal lado para probar y conocer” y entonces nuestra hija decidía si venía con nosotros (a sentarse en la mesa, comer y conversar) o mejor esperarnos en casa. Fue una temporada feliz. Entonces nacieron nuestros gemelos, que ya tienen tres años.
Al preguntarle a amigos o familiares por lugares a dónde ir a comer con niños pequeños de inmediato señalan los McDonald’s y similares. Estos lugares son, en efecto, ideales para los niños, pero no para los padres. Para empezar no hay cervezas y hace ya muchos años que renuncié a comer alimentos sintéticos diseñados con la prioridad de mantenerse congelados por largos periodos de tiempo. Pero sí: frecuento los McDonald’s con mis hijos. Esas tardes chihuahuenses en que estamos a 4º grados en el invierno o a 40º en el verano es imposible salir al parque y una de mis soluciones favoritas es meternos al McDonald’s. Con $150 pesos compro dos cajitas felices y los niños se pasan hasta cuatro horas explorando los túneles de los jueguitos mientras yo alterno mi tiempo entre leer y rescatarlos cuando se van muy alto o se golpean. Pero esto no cuenta como salir a comer y lo único que pido para mí es agua.
Generaciones anteriores a la mía vivían la paternidad de manera muy diferente a como lo hacemos ahora. Tener hijos suponía un abrupto final, la renuncia a muchas cosas para asentarse como adultos serios y formales. Cuando nació mi hija, un amigo me dio a leer un artículo de la New York Magazine (no mamen: sigue en línea) donde se describía una nueva tendencia de padres que no renunciaban a su estilo de vida audaz –me mama este adjetivo– sino que lo combinaban con la paternidad y hasta sumaban el hecho de ser padres a su fórmula de ser cool. Y me dije “Es cierto: esto se puede”.
Cuando me sugieren ir a comer con los niños al McDonald’s e insisto en que busco algo más completo, donde al menos sirvan cervezas, entonces me mandan a estas cadenas estadounidenses que no son de comida rápida pero que tienen áreas de juegos, cosas como Chili’s, Buffalo Wild Wings o Boston’s (este último es canadiense, pero bueno, entra en la categoría). Estas opciones son cómodas y puedo aprobarlas. La comida no es buena, pero hay dos o tres cosas en sus menús que se pueden tolerar, y ofrecen la ventaja de que nadie se va a molestar si pasan niños corriendo junto a ellos.
En una ocasión, cuando mis hijos ya habían nacido, fui a comer a un bar del centro (sin ellos) y me encontré con un amigo que acababa de tener una niña. Llegó al rato el dueño del bar, que también tenía una bebé de pocos meses. Conversamos ampliamente sobre el tema de ir a lugares con niños y el anfitrión dijo que a ese bar en particular podíamos llevarlos sin problema durante el día, pero que ya en la noche no lo creía muy conveniente para el negocio.

Fue en esa misma comida que concebimos el concepto de la carne asada de bebés, que no es una parrillada donde se asen bebés, sino una donde todos los invitados tienen hijos pequeños. El tema me hizo notar que parte del problema de ir a comer con niños chiquitos no son sólo los hijos, sino los otros adultos. Llegas a la carne asada y mientras todos se sientan cómodamente a devorar sus cortes y platicar, tú comes con la izquierda porque con la derecha sostienes a uno de tus hijos y te turnas con tu esposa para ir a supervisar que el otro hijo no se esté tomando el agua del plato del perro. La carne asada, mientras tanto, sigue inalterable con su parsimonioso ritual. Es como estar viviendo una realidad alterna donde quienes te rodean no se pueden dar cuenta del embrollo con el que estás lidiando. En esta carne asada de bebés habría, además de cortes y cervezas, empatía. Todos sabríamos lo que es ver cómo se enfría tu ribeye en la mesa mientras organizas turnos para que los niños usen el único triciclo disponible. La solidaridad llegaría entonces de manera natural y se dirían cosas como “Come con calma, yo les reparto los colores a todos y cuando termines me avisas y cambiamos”. Una comuna que resguarda armoniosamente la seguridad y diversión de los niños a la par de la experiencia de comulgar con un corte de una pulgada asado a término medio.
Regresé al bar de mi amigo en fin de semana. Sábado, 2:00 de la tarde. Con niños. Mi esposa y yo pedimos una cerveza cada uno y con ellas nos llegó el primer tiempo de la botana: consomé de verduras. A los niños, que entonces acababan de cumplir un año, les pedimos una orden de tacos de papa. Los tacos de papa los mantuvieron entretenidos durante el segundo y el tercer tiempo de nuestras botanas: tacos de papa y de chicharrón. Luego se bajaron de sus sillas y comenzaron a rondar por el bar. Pedimos la cuenta y nos fuimos.

Salir con niños lleva implícito el acuerdo de respeto a los otros comensales. Mis hijos son adorables. Pero entiendo que si yo estuviera en un bar comiéndome una quesadilla con chorizo acompañada de una Negra Modelo y llegara un niñito a enseñarme su carrito de Chase de los Paw Patrol me darían ganas de aventarle la salsa en la cara a sus padres. Mientras comíamos la botana, bosquejé con mi esposa la idea de un lugar que tuviera la configuración de un McDonald’s, pero con mesas pensadas para adultos, donde sirvieran comida y bebidas de estilo gastropub a la par de un menú infantil divertido. Seguro lugares así existen, pero no donde yo vivo. Además, combinar niños y cervezas siempre conlleva el riesgo del malacopa que puede ser desde grosero hasta violento. Estos personajes son de por sí indeseables en lugares para adultos, no se diga ya donde hay pequeños.
Aunque no necesitas meterle alcohol a una situación para despertar la patanería. Cuando mi hija tenía dos años fuimos al Burger King a matar la tarde. Un niñito de su edad se subió a nuestra cabina y empezó a comerse las papas de Natalia, que lloraba. No sabíamos qué hacer. Mi esposa sugirió que bajara al niño, pero, dije, ¿qué tal si lo levanto, llora, y se para un wey inmenso vociferando “¿Qué le estás haciendo a mi hijo, cabrón?”. Y sí: que contemos con lugares amigables para los niños depende mucho más de los papás que de quienes ponen los lugares.
Los fines de semana acostumbro ir a tomar café acompañado de mis hijos. He identificado los horarios más adecuados de cada lugar para llegar cuando no haya gente. Pido mi café y le compro a los niños algún pastelito. Seguido piden otro y el barista me dice algo como “Pero todavía no se terminan el primero” y le respondo que estoy comprando tranquilidad, no pastel. Antes de irme pido la escoba y barro los pedazos de pastel. Como todos sabemos, los baristas son personas sumamente agradables, y siempre me dicen que no me preocupe, que ahí lo deje, que ellos se encargan, a lo que yo respondo que les agradezco, pero que su trabajo es atender a adultos y no levantar el desmadre que dejan los escuincles. Me hago cargo y luego dejo al menos el 20 % de propina.

Un bebé que comienza a caminar puede entretenerse hasta media hora comiendo galletas saladas. Este es un dato inmensamente relevante. Cuando mis hijos tenían un año de edad nos animamos a salir a comer con ellos y elegimos como destino estos restaurantes de mariscos estilo Baja casi siempre pensados para crudos. Llegábamos a las 2:00 de la tarde, cuando las víctimas de la resaca ya se habían ido y los comensales de fin de semana todavía no llegaban. Pedíamos una mesa y los menús. Ordenábamos. Entonces acompañábamos a los niños a explorar, caminar y salir. Luego llegaban los platillos. En ese momento pedíamos las sillas periqueras y comenzábamos a pasarles galletas saladas en lo que nos comíamos las tostadas de pulpo con chile serrano y de camarón con salsa de mango. La mesa terminaba convertida en un pantano de migajas, pero con todos los comensales satisfechos. Dejábamos buena propina.
Esta semana queríamos comer carne (siempre queremos comer carne) y el clima no era el adecuado para prender el asador de la casa. Fuimos a El Rodeo, a la sucursal que éste tradicional restaurante de cortes del centro de Chihuahua abrió hace un par de años en la avenida Francisco Villa. El lugar cuenta con una amplia zona de jueguitos con artefactos sencillos y poco peligrosos. Hay muchas mesas con vista a los juegos y la seguridad se refuerza con pantallas que transmiten al comedor lo que sucede en niñolandia. Mi esposa pidió un ribeye, mi hija de catorce unos tacos de arrachera, a los niños les pedimos una orden de tacos rancheros y yo me fui por la cabrería término medio. Desde la mesa veíamos a los gemelos lanzarse por el resbaladero mientras le entrábamos a los frijoles charros que venían con las órdenes. Cuando llegaron los platillos principales, los niños vinieron saltando a comerse sus tacos y tomarse sus limonadas. La cabrería venía en una porción generosa. La papa asada y las cebollitas pudieron haber estado un rato más en el carbón para llegar tiernitas a la mesa. El corte venía ligeramente salpicado con algún sazonador tipo salsa inglesa. Peccata minuta para un parrillero que seguro estaba agarrando aire entre la marabunta de familias que comieron a medio día y la oleada de pachangueros que estaba por llegar en la noche. Será cosa de la siguiente vez decirle al mesero, “que vengan tiernitas, porfa, y la carne sin sazonador”. No fue la mejor cabrería de mi vida, pero me la comí en paz y contento mientras mis gemelos intercambiaban tragos de limonada y bocados de carne de sus tacos por besos con su hermana mayor.
Comer rico y en paz es un placer que solemos dar por sentado. Tener una familia también. Bien combinados puede resultar un maridaje perfecto.
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