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¿Son ricos los Ricos Tacos de la 24?

Por: Chubeto | @jesuitacarmona

Cito a mi admirado Txaber Allué: “El sesgo de confirmación es la tendencia a favorecer, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias, dando desproporcionadamente menos consideración a posibles alternativas (…) Si entras en un restaurante pensando que no te va a gustar es difícil que te acabe gustando; es menos probable que te quites la razón. No existe el restaurante perfecto, así que si buscas fallos, los encontrarás”. Cuando todas las personas de mi total confianza alabaron con frenesí a lo Ricos Tacos de la 24, me sentí idiota porque mi postureo foodie estaba, precisamente, sesgado. No conocía este mítico lugar cuyo eslogan canta, soberbio y altanero, 35 años de experiencia. Muchas cosas se aprenden a los 35 años, pienso a mis tiernos e ingenuos 27. ¿Se aprende a perfeccionar un taco luego de tres décadas y media? Probablemente.

Foto tomada de Facebook.

Pero es que con los tacos pasa algo curioso: no existe el sesgo de confirmación. Jamás he escuchado a alguien quejarse de que un taco es malo. Nunca me he topado a alguien que diga “creo que ese puesto de tacos será malo”. Y que existan los miserables que lo hagan sólo por hacerlo, no me cabe duda. Sobre todo aquí, en Chihuahua, geografía tan desapegada al significado platónico del taco como lo está de la palabra “tolerancia”. Aquí el taco no es un proceso místico de reconciliación con lo efímero. Una vez un amigo capitalino, de esos que hablan como León Larregui porque trabaja en un estudio creativo en donde llegas por elevador, me dijo algo muy sabio: “El taco es una experiencia que sólo un mexicano puede entender, pero no explicar. Es como el sushi para los japoneses. Es una experiencia inmediata en donde tanto como cocinero como cliente siempre añoran la máxima perfección, que saben, será inalcanzable”, dijo algo así mientras se sonaba la nariz llena de mocos negros y se tomaba un Boing de guayaba. ¿Por qué en Chihuahua no existe el tradicional puesto de tacos? Ese donde si quieres te comes dos tacos y ya. Ese donde no tienes dónde ni por qué sentarte. Ese donde no pasas más de quince minutos antes de irte a seguir bebiendo.

Los Cocuyos, una de las taquerías más famosas de la CDMX y del mundo. Referente de todo lo bello y perfecto que es el taco. Foto tomada de Chilango.

Crecí con la imagen de Chihua’s Tacos como la epítome de la cena a altas horas de la noche. Llegar ahí y pagar una cantidad incongruente de dinero por 200 gramos de bistec remojado en Salsa Maggi con champiñones de lata y queso era algo que, a la tambaleante clase media chihuahuense de finales de los noventas, les hacía brincar de alegría. Eso es el taco para nosotros los capitalinos (no metamos a Juárez en esto, que allá, en su rica situación de frontera, han sabido cabalgar contradicciones con mayor destreza). ¿Por qué no hay un puesto de tacos donde pueda llegar a las dos de la mañana, al borde del colapso sotólico, cantando La Internacional y comerme solamente dos o tres tacos?

Y ya los escucho, paladines del contraargumento: “oye pero hay hamburguesas y tortas hasta tarde aquí en Chihuahua”, “oye pero yo conozco un puesto de tacos que está con madres ahí te paso la ubicación espérame tantito”, “oye pero oye pero oye pero”. Quiero tacos, el chihuahuense promedio quiere tacos, porque lo llevamos en el ADN por más viajes a Marfa que tengas en tu conteo de hipsterpoints; por más primos en Presidio que tengas; por más que quieras creer en Chihuahua como un “punto y aparte del resto de México” (ese hermoso distintivo sólo se lo llevan Tijuana y Ciudad Juárez, mis amores. No azoten la puerta al salir). El problema es que no sabemos que queremos tacos. No hay nada más horribe que un ser humano que no sabe lo que quiere.

Hasta el momento que no salga un santo capaz de vender tacos de calidad hasta altas horas de la noche y por pieza como lo dicta sistema del centro de México, por lo menos yo seguiré creyendo en los Ricos Tacos de la 24, que no siendo puesto, sino más bien un restaurante hecho y derecho, cumplen con una parte de ese deseo: tacos de calidad. ¿Por qué hay gente que aún come en Chihua’s o en Ricky’s? La tradición es fuerte en este desierto civilizado, es muy fuerte. Los Ricos Tacos de la 24 es, en toda su gloria, un restaurante.

El interior de la extraordinaria cocina de los Ricos Tacos de la 24.
Foto tomada de Facebook.

Y llegué con el sesgo de confirmación inclinado –como lo ordena el optimismo que me caracteriza y me desgracia– hacia lo luminoso. Llegué también, lo juro, sin un ápice de resaca. Dicho esto, mi sesgo de confirmación se veía nublado por una serie de detalles mínimos pero contundentes: tenía más de doce horas sin comer; era domingo y por consecuencia mi conteo de serotonina estaba bajo; se fue el agua en mi casa justo a la mitad de la trapeada dominical. Una amiga aceptó acompañarme a la primera: más gente así en el mundo, porfa. Cuando íbamos por Ortiz Mena me señaló otro restaurante de tacos, pero no la escuché: su voz era como la del ahogado que escucha los gritos de ayuda de sus seres queridos desde la superficie. El deseo me estrangulaba, y los 37 grados.

Afuera había fila. Lamenté que fuera domingo y que el Azares estuviera cerrado. Apenas entramos para revisar la situación y un sonriente mesero nos encontró una mesa pequeña. A veces la vida me pone en situaciones donde empiezo a creer en Dios. Y creí en Dios al ver cómo un restaurante que está a reventar no es contaminado con el estrés o el pánico de sus empleados. Cada pasillo entre mesas está perfectamente posicionado para que no ocurran desgracias como, no sé, una cacerola de fierro vaciado hirviendo cayendo sobre la cabeza de una niña que corretea lejos de sus padres. La barra de salsas, apostada en el centro del comedor como el altar de Stonehenge, ofrecía una variedad de más de diez líquidos picantes con su respectiva descripción. Ni siquiera la foto de Omar Chaparro comiéndose un taco que está clavada en una de las paredes me quitó mi sesgo de confirmación: este lugar es bueno, este lugar es bueno, me repetía poniendo salsa de chile de árbol con ajonjolí sobre el dorso de mi mano. Mi amiga, desde la mesa, me miraba como si fuera yo un recién liberado de Guantanamo al que al fin le darán una comida caliente.

Parte de la familia Rico. Responsables de este hermoso acontecimiento de Dios convertido en taquería. Foto tomada de Facebook.

Pedimos la orden de cinco tacos de pastor, la orden de cuatro tacos de barbacoa y lo que mi amiga, con cada vez menos temor y cada vez más entusiasmo, dijo que era la especialidad de la casa: los tacos del patrón. Tres tacos del tamaño del antebrazo de un niño de seis años, hasta su puta madre de ribeye picado y una costra de queso. Comencé a hiperventilar cuando en el menú descubrí que vendían cerveza, creo que tartamudee al pedírselo al mesero, porque sonrió, aunque quizá sólo sonrió porque le gusta mucho su trabajo.

Tres salsas de su oferta me impactaron. Es difícil conseguir una salsa buena y todo taquero lo sabe. Requiere maestría, intuición, sensibilidad y conocimiento de causa. Estos cabrones ofrecen más de diez, y si bien no probamos todas, las que sí resultaron ser una experiencia agradable y conciliadora. ¿La mejor? Molcajeteada de árbol. ¿La más rara? La de ajonjolí. ¿La de ley? Aguacate con cilantro. Otra cosa debo señalar: no vi ni un sólo limón duro, ni una sola hoja de cilantro oxidada, ni un sólo trozo de cebolla ablandado por el abandono y el descuido. Sabía que en cualquier momento llegarían los problemas, las decepciones, el zarpazo del odio de Dios contra nuestra cara hinchada de gozo. Pero si algo aprendí de mis pasadas relaciones amorosas, mi afición por Dungeons & Dragons y las resacas, es que hay que disfrutar el momento.

En menos de diez minutos llegaron nuestros tacos. Y toda conversación terminó. El restaurante cayó en un hondo silencio. La televisión, que antes transmitía un aburrido juego de la Copa Oro, ahora lanzaba imágenes de placer y paz. Cada persona en ese restaurante desapareció en un haz de luz plateada y se convirtieron en ángeles regordetes y sonrosados que nos miraban con ternura. Mi amiga y yo nos miramos con los mismos ojos que tuvo Tomás cuando vio a Cristo resucitado y tocó su llaga. Frente a nosotros, Dios. Tras él, el infinito vacío.

¿Qué debe tener un taco que se considere bueno? Se deberán estar preguntando, en este momento, un concilio de científicos en alguna universidad de Estados Unidos. Yo considero tres cosas: calidad en la tortilla, que no se rompa, que no se humedezca y que aporte sabor. Calidad en las salsas, que no opaquen al taco, que reaviven un acontecimiento. Velocidad de entrega: ¿te hicieron esperar más de veinte minutos por una orden de tacos? Vete a tu casa y reconsidera la forma en que estás viviendo tu vida. Estos tacos eran buenos, no por mi sesgo de confirmación que para ese momento estaba desvaneciéndose; eran buenos porque te hacían sentir cómodo, feliz y bien atendido en un restaurante, y para eso están los restaurantes.

El pastor, sospecho, es al carbón. Ligeramente crujiente por fuera y jugoso por dentro. El corte, estilo norteño, no en láminas, en bocados. Predomina el sabor ahumado al del axiote que, sigo sin entender, caracteriza al pastor de Nuevo León y Chihuahua (y da risa saber que al verdadero pastor acá lo venden como pastor árabe). La piña es de lata de conserva en almíbar, ¿triste? No. Cuando Tomás tocó la llaga de Cristo, evidentemente sintió asco, pero era la llaga de Cristo.

La barbacoa, tristemente magra y muy seguramente no de cabeza. Hace unos días una amiga chilanga se sorprendió de enterarse que existe una barbacoa estilo Parral, que consiste en aprovechar toda la cabeza de la res cocinándola al vapor por horas. Esta barbacoa muy seguramente era de lomo o caña: una deshebrada sabrosa, pero no barbacoa. ¿Era buena? Sí. El taco gordísimo y con las salsas correctas igual y no extrañaba tanto la ausencia de cachete de res. ¿Lo volvería a pedir? No. El taco es breve y la vida más.

El ribeye es muy bueno. Según mis informantes, los Ricos Tacos de la 24 se surten de la Carnicería La Chispa, ubicada a unas cuantas cuadras del restaurante. Esto para mí es símbolo de calidad. El ribeye jugoso y con ese sabor leve a queso azul que suelta al estar sutilmente añejado. La tortilla fue poderosa al resistir semejante carga. Cuando sólo quedaba un taco, mi amiga hizo lo que tenía que hacer: pedirle a un mesero un cuchillo. Este mundo se ha construido con base en la solidaridad.

Taco El Patrón. Foto tomada de Facebook.

Luego fuimos a un café de especialidad, de esos que abundan, y mientras me servían mi café raro en un recipiente raro sobre una innecesaria placa de mármol azul, le dije a mi amiga que esa había sido, quizá, la mejor comida que he tenido en lo que va del año. Incrédula y bebiendo su matcha increíblemente orgánico, increíblemente homemade e increíblemente sano, ella rió. Pero es que sí lo fue. Comí en un restaurante que funciona bien, donde sirven producto de calidad, donde su platillo más famoso cumple con creces cualquier expectativa. ¿Sigo deseando un puesto de tacos callejero en donde por treinta pesos me pueda comer dos tacos de tripa y nada más? Por supuesto: soy un hombre que se ha construido desde el deseo y el placer. No puedo cambiar mis virtudes tan fácilmente. Los Ricos Tacos de la 24, a pesar de mi sesgo de confirmación que desde antes me hacían pensar que eran buenos, resultan ahora, luego del frenesí y la hipomanía, una opción viable cuando te hartas del bistec chicloso o del pastor que sabe a helado de axiote. Son buenos, en verdad que son muy buenos… y venden cerveza.

Ricos Tacos de la 24

Calle 24 1706. Colonia Mirador

Lunes a domingo de 12:00 a 22:30

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