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Podré ser licenciado, borracho, norteño, comunista, pero nunca una estrella de Master Chef

Reflexiones de gente que no cocina I: Chihuahua

Por: Samuel Chavarría | @samuecchi

Me han pedido que escriba sobre cocina. A mí que no sé escribir ni cocinar. No distingo entre tantito, poquito, chorrito o pizca, no sé qué significa a 3/4 ni diferencio un pollo de cualquier otra cosa. Lo que viene siendo un desastre vamos. He esquivado con ilustre negación aquel mómico espejo victoriano preguntándome ¿Por qué eres así?, una pregunta que he de acatar si quiero dignificar mi participación en este recuadro.

Pienso entonces en los orígenes de mi carencia culinaria. Busco respuestas en las expresiones de chefs y concursantes de realities y afirman: “desde chiquito a mí siempre me ha gustado la cocina”, “en mi casa yo siempre cocinaba”, “mi abuela me enseñó”, “es un talento nato, supongo”. Y sigo sin entender nada. Escucho sus declaraciones como quien escucha a las de un futbolista después de un partido puñetero: declaraciones neutras y aburridas, de guión para tele abierta, cargadas de una monotonía que no dice nada inesperado y sin embargo debo entender que esa nostalgia y esa infancia de amasar las tortillas con la abuela justifica un buen plato. No hay vuelta de hoja, concluyo, la tradición de la familia es la que gesta al gran cocinero.

Tiene sentido. Se le llama cultura gastronómica porque efectivamente en el platillo está la historia de un pueblo. ¿Cómo extrañarse de que el costeño sirva buen pescado, o que un vaquero sepa filetear un lomo en su jugo? Es en la cocina donde vemos la guerra que tiene el ser humano contra la muerte que ya trae encima, luego potencia su técnica como descubriendo que la piedra afilada pega más. Había que encontrar mi guerra personal contra el hambre y también poder decir: “yo siempre me he salvado”.

Entonces… pues estamos fritos. En mi casa no recuerdo a mi madre cocinar nunca, amén de enseñarme, salvo eventos masivos de Navidad y cumpleaños. Y si me preguntan a qué sabe la comida de mi mamá, honestamente puedo decir no sé. Mis únicos recuerdos de la persona en la estufa es la de alguien extraño cocinando en su lugar. Una señora que cocinaba, limpiaba y se iba. Al año siguiente era otra, luego nos mudamos y era otra más. La comida en mi casa siempre me supo a doña desconocida que a veces era una gorda y a veces era una flaca y a la cual no podía agarrarle cariño porque quién sabe si mañana la vaya a volver a ver.

Culpen mi clase media alta si quieren, eso se vale. Se vale señalarme como un niño cuyos padres quisieron darse ese gustito porque podían. Mucho tiempo han hablado a mis espaldas de que la comida se me ha servido sin sudar, y perdón pero yo no voy a renegar por un logro que mis padres se plantearon. Que a mis hijos nunca les falte comida, se prometieron, y cumplieron. Nunca metí un dedo en agua hirviente, ni medir la sal. Nunca participaré en Master Chef ni saldré en Paladario, porque en mi casa la cocina estaba tan negada como en otras casas lo está una biblioteca o un jardín trasero.

Ya más grande, 14 ó 15, por ahí, probé mi suerte y le preparé el desayuno a mi familia, en un madrugazo que no he vuelto a tener en todos estos años. Bajé a la cocina, todavía a tientas, e hice un pan francés a punta de memoria. Veo que le ponen esto, que baten así esto otro, que usan este plato. Mi familia llegó sorprendida y se dedicaron a degustar. Se me olvidó ponerlo en aceite.

Lo comieron, claro, más agradecidos que asqueados, pero acompañándome en mi fracaso venidero. Recuerdo sus comentarios condescendientes que me decían ellos “qué padre, qué bueno Samy”, los mismos comentarios que escucho con igual condescendencia cuando recibo cualquier otro halago. Supongo que estas son las cosas que quisiera decir cuando digo que no sé cocinar. “Está bien fácil”, me dicen, “nomás es ___” escucho, y me limito a asentir, avergonzado de la Maruchan a mordidas que me serví anoche y de aquel pan francés aguado y crudo que me persigue desde hace tantos años.

Pero todo es ley de vida. Veo en casa una pavera envidiable y una sal que han traído, he de saber porqué, desde el Himalaya. Así que lo intento. Confronto al quemador izquierdo que se burla cuando no le atino a su perilla, y lo intento otra vez. Porque ya estuvo bueno de ubereats mal encarados y de precios delictivos, y de esta vergüenza por no poder invitarla a una cena en casa. No es justo. Conozco la feijoada y el mixiote, he comido en España y me gusta la palabra trufa. Ya toca husmear en la despensa y en el abasto. Llevo mucho tiempo con un mandil negro que no sabía, o mejor dicho, que creía me sentaba bien.

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