
Por: Chubeto | @jesuitacarmona
Hace unos meses fui con mi exnovia a un cadena de cantinas en cuyo nombre aparece el número el cual la hizo famosa: ese número es el precio que toda su carta tiene. Desde mi Twitter dije en tiempo real mis impresiones y creo haber sido honesto. ¿Qué encontré? Desde pistitos de posada navideña de oficina hasta uno que otro más decente. Luego la comida: hamburguesas, tortas, tacos, ¡incluso caldo de camarón! Todo, absolutamente todo, a un sólo precio. La perfecta trampa para nuevos alumnos de la UACh, o sea, la chaviza de apenas 18 años que llegan desde las hermanas repúblicas de Cuauhtémoc o Delicias, con los bolsillos quizá no tan llenos pero sí listos para ser invertidos en alcohol. La trampa perfecta para aquellos asalariados cuarentones nostálgicos de la antigua Cerve, ansiosos por encontrar un lugar donde echar desmadrito signifique piropear a la mesera y tronarle los dedos al mesero. Cayeron en la trampa, pero lejos de cercenarles los tobillos como al oso, supieron convertir ese entorno de la vida nocturna en una mina de oro para sus dueños.
Podrán decir “¡Hey! Pero cada quien gasta su dinero como se le pegue la gana”, y más de acuerdo no podría estar. El problema es que este tipo de establecimientos son una sanguijuela al bolsillo de los más incautos: cuentas que superan el promedio de cualquier cantina auténtica bajo el simple truco de “todo al mismo precio”. Cada quien debe invertir una cantidad considerable de energía cerebral midiendo el dinero que gastará cuando está bebiendo alcohol y consumiendo alimentos, lo sé, ¿pero qué pasa cuando ese alcohol y esos alimentos no llegan siquiera a tener una mínima calidad esperada al precio bajísimo al que se ofrecen? Un desastre.
En aquella primera visita a dicha “cantina” pedí casi todo el menú. Me encontré con menos de lo que esperaba: basura. ¿No me creen? Pidan el caldo de camarones y hagan un ejercicio de memoria o imaginación: en una taza de peltre pongan medio cubo de consomé de camarón, perejil y un chorro de salsa tabasco, luego agua caliente. Es eso lo que te sirven en esta nueva epidemia de restaurantes de microporciones, que además de abaratar su producto, alejan la posibilidad de que exista una clientela interesada un mínimo en la calidad de lo que les meten a la boca, ¿y quiénes son ellos? Los más jóvenes, los que apenas empiezan a entrar a bares, los que en verdad no tienen una puta idea de cómo gastar su dinero. Y perdón si me veo como un anciano enojado, pero creo firmemente en que la ética del empresario o empresaria en el ramo alimenticio debe estar enfocada a generar buenos consumidores.

El concepto de estos sitios es altamente funcional desde un punto de vista empresarial: la ganancia es segura y el control de insumos se hace casi solo. El equipo de meseros requiere un mínimo de capacitación y basta con subirle mucho a la música para tener eso que llaman “ambiente”. ¿Pero en verdad es viable darnos por satisfechxs sólo por eso? Este tipo de ideas pueden funcionar aún más si sus responsables invirtieran ya ni siquiera tiempo en la atención al producto: estamos hablando de invertir interés. En otras ciudades de México he salido feliz de establecimientos similares, porque en el plato se ve un mínimo trabajo de cocina, que aunque escaso, agradeces.
¿Qué opciones hay? Cambiar la manera en que consumimos en bares, preocuparnos mínimamente en las cosas que metemos en nuestro cuerpo y sobre todo, valorar el dinero que estamos invirtiendo en eso tan necesario y tan bello que es la vida nocturna. ¿Quieres pistear barato y comer bien? Hay decenas de lugares buenísimos en Chihuahua donde esto es garantía. Y ahora que si tu tacañería es estratosférica, compra caguamas e invita a tus amigxs a casa, prepara una mesa con quesadillas y listo, ya tienes una experiencia más o menos similar a la que podrías vivir en cualquiera de estos desafortunados lugares.
Esa noche mi exnovia y yo salimos borrachos, asqueados por la cantidad de comida y muy deprimidos. Quizá no debimos aventurarnos a semejante experimento, pero una cosa la sabemos con claridad: jamás regresaremos ahí. Espero.
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