
Por: Chubeto | @jesuitacarmona
Hace poco me mudé. Por la madrugada, cuando mis amigos y amigas se fueron después de inaugurar mi nuevo hogar, tuve hambre. Mover muebles, cargar cajas y reconfigurar tu manera de entender el espacio que habitas es algo que, sin duda, cansa, quita energía y da mucha hambre.
Después de despedir al último borracho vi, en la esquina, un resplandor blanquecino que, entre el humo que dejan los autos de Avenida de las Américas, me pareció, quizá, un lugar de confianza. El hambre y el alcohol pueden convertirnos en monstruos idiotas, y así lo fui. Caminé y entendí que estaba en ese tipo de lugares: mesas de plástico plegables que usan tus tíos en los días de campo; una carpa de plástico azul, quizá rescatada de alguna antigua campaña electoral panista; una bocina que con una crueldad sin precedentes me hacía escuchar forzosamente a los Héroes del Silencio. Era ese tipo de lugar: el puesto de hamburguesa callejero sin evidencias de tener empleados que tengan una puta idea de lo que es servir comida y abierto hasta altas horas de la madrugada. Me encantan, y siempre me encantarán: a los once años trabajé en uno de ellos, con mi hermano, y aprendí a lidiar con muchas cosas: las impredecibles oleadas de treintañeros que llegan a rematar su noche de borrachera con Red Label y Corona, o divorciados que con el fin de no prender la estufa y recordar los días luminosos, toman su auto y van en busca de algo que huela bien y tape sus arterias, o narcos de medio pelo que van a intimidar cocineros para poder dormir satisfechos.
La diferencia es que, en ese negocio callejero que mi hermano tuvo, teníamos refrigeración, carne molida por nosotros mismos y una mínima noción de preocupación por entregar una hamburguesa lo más comestible posible. Lo conseguíamos con base en algo muy importante: el entender que esos treintañeros, esos divorciados y esos narcos de medio pelo son igual que tú al momento de poner comida en su boca.
Cuando llegué, los dos cocineros (gracias a dios protegidos por el anonimato de un cubrebocas amarillento y húmedo) entrenaban movimientos de box. Un tercer hombre, de mucho mayor edad, permanecía sentado mirando los autos que corrían por Avenida de las Américas, quizá extasiado por la voz de Enrique Bunbury. Mientras los cocineros analizaban el golpe de gancho característico de no sé quién, me dediqué a ver su zona de trabajo que, desgraciadamente, está a la vista del público: un frasco de pepinillos abierto desde quién sabe cuánto tiempo; un paquete de salchichas para asar también abierto, un enorme refractario (abierto) donde hojas de lechuga nadaban en una agua desconcertantemente blanquecina. Espátulas de plástico aún untadas en mayonesa. Los dos chicos seguían boxeando hasta que uno de ellos me vio, me extendió un menú y volvió al duelo. Precios carísimos y una oferta que cualquier bar destinado a fracasar al año y medio ofrece con mejor calidad. Pedí una clásica con tocino, y empezó el espectáculo.
El hombre misterioso se levantó para perderse en el callejón oscuro que está detrás de la acera donde este local está instalado. Segundos después volvió con una hamburguesa cruda que le entregó al encargado de la plancha, plancha que no era otra cosa que una estación diminuta, alimentada por gas butano, cuya superficie más plana estaba ya oblicua por el paso de los años. Las orillas de la plancha llenas de aceite viejo. Aceite Nutrioli: pude verlo frente a los pies del cocinero, aceite que afortunadamente estaba cerrado.
Con el desdén de un tirano el muchacho remojaba en aceite viejo a esa pobre hamburguesa cuya procedencia me tendrá, si es que no muero en las próximas horas, siempre en una profunda angustia. “Sólo tenemos pan de parmesano con ajo” me sentenció luego de un silencio que pareció eterno para posteriormente lanzar también ese pan a los charcos de aceite. Así lo hizo también con la lámina de tocino ahumado y con la rebanada de jamón york. Mientras tanto su compañero comía Prispas y manoseaba las oxidadas hojas de lechuga que nadaban en ese líquido fascinante y misterioso para luego, con esos mismos malditos dedos, sacar de un tupper cuadros de queso menonita que, con la amabilidad que sólo puedes esperar de alguien que entrena box contigo, ponía encima de esa carne hinchada, negruzca y más parecida a la suela de un zapato que a la molienda de la carne de un animal cuya vida fue tomada para que yo, miserable borracho, pudiera comerla.
¿Pero por qué no te fuiste? Hubiera preguntado cualquier persona. Pues porque me desprecio, o quizá porque, en una búsqueda incesante de creer en mí, intento creer en las personas. Pensaba eso mientras veía cómo la salchicha campestre se retorcía en el mismo aceite que torturó al pan y a la carne. El encargado de la estación de verduras sacaba pepinillos de ese frasco usando unas pinzas de metal, las depositaba sobre mi hamburguesa ya armada… quizá puso demasiados; con sus dedos llenos de todo los tomó y los regresó al frasco. El hombre misterioso permanecía insufrible en su trance nocturno de Enrique Bunbury. Recibí mi hamburguesa. Después de pagar caminé hasta mi departamento y rememorando las miles de cosas horribles que he hecho en mi vida, las veo reducidas a esa hamburguesa, a esa esponja de aceite Nutrioli y box. La primera mordida fue amarga, no en el sentido metafórico: fue amarga. El pan, quizá envejecido por las horas que estuvo sobre esa mesa en la fría noche chihuahuense, hizo que el ajo se convirtiera en el equivalente a un pellizco en la piel de la garganta (imagina cómo se siente, esa es la misma cara que pones al comer ajo sobrecocinado). La carne, encharcada en aceite, estaba hecha por fuera y congelada por dentro. Si alguien ha encontrado una manera de hacer todavía más horrible a la carne congelada de supermercado, son estos muchachos.
Cada quien come lo que se le pegue su maldita gana. Yo lo hice en este lugar y debo asumir las consecuencias. Aún así, duele. Habiendo opciones decentes a metros de distancia, opté por este lugar, quizá por la nostalgia de recordarme de niño, al lado de mi hermano, sirviendo hamburguesas en la madrugada durante las vacaciones. Así se aprende, así se aprende, me repito escribiendo esto mientras el aroma a aceite nutrioli y ajo quemado se levanta como un espíritu maligno desde el bote de basura. Dormiré en mi nueva habitación entendiendo que, como en todo en la vida, existe la versión horrible de algo, pero siempre será más horrible el haberlo tomado, el haberlo aceptado y el haberlo hecho. Me odio.
También comí ahí una vez bajo las mismas agravantes circunstancias. A mí me tocó ver un hombre solitario desparramado en la silla, como si lo hubiera dejado yo esperando. Pensaba que una hamburguesa de $70 debería ser buena, también pensaba que todas las piedras del mundo eran huevos prehistóricos fosilizados. O sea no.
Recuerdo que hasta me dieron tarjeta para llamarles y toa la cosa. Después de ver el tiempo que le tomó al amigo hacer mi hamburguesa entendí por qué te pedirían amablemente que les llamaras primero. De la hamburguesa no puedo hablar porque fue inmemorable. Puedo recordar perfectamente cosas que me cuestan setenta pesos, menos ésa. Al menos tenían una carpa azul y enorme, ya sabes, para protegerte del sol a las 2 de la mañana.
Spoiler alert: yo era el último borracho.
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